La travesía de un hombre para convertirse en padre a través de la subrogación comercial.

Armando Lucas Correa en el nacimiento de su hija Emma en 2005. Foto: Armando Lucas Correa

Por Carla Colomé Santiago

Acostumbra llevar tenis negros Y-3 y un outfit también negro que le imprimen seriedad, elegancia y esbeltez a sus ya 5’9 de estatura. Así llegó en la mañana de este primero de abril el escritor Armando Lucas Correa a la Universidad de Pittsburgh, en el estado de Pensilvania, donde su hija Emma estudiará Ingeniería Mecánica durante los próximos cuatro años. Solo dos detalles rompieron ese día la estructura monocromática de Correa: sus lentes de pasta rosa y la profunda emoción por la hija que nació con la ayuda de una donante de óvulos y una madre subrogante, después de varios intentos fallidos por convertirse en padre.

En medio de muchas charlas, conferencias, ferias de libros y viajes con su último libro “La viajera Nocturna”, Correa se la pasa evaluando los posibles dormitorios universitarios para Emma, aquellos que mejor encajen con su personalidad, y chequea constantemente el recorrido que hacen sus mellizos Anna y Lucas desde que terminan en la escuela secundaria a la que asisten en el alto Manhattan, hasta que llegan al apartamento de Morningside Heights donde vive toda la familia.

“Ya incluso revisé los e-mails, por si recibo alguna queja de la escuela”.

Correa se hizo padre por primera vez en 2005, convirtiéndose así en una de las miles de personas en Estados Unidos que cada año acuden a la subrogación comercial como método para formar una familia, a través de una industria que en 2022 alcanzó una cifra estimada de 14.000 millones de dólares y que para el 2032 se espera que aumente hasta los 129.000 millones.

A pesar de que no existen estadísticas públicas actualizadas sobre la cantidad de niños que nacen cada año con ayuda de la subrogación, se conoce que cada vez más familias acuden a este método, que hoy representa más del 5% de todos los ciclos de fecundación in vitro, según datos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC).

“Crecí con mi abuela, tías, hermanas, primas. Eso me llevó a querer ser papá. Desde niño lo sabía”, dice Correa, una hipótesis que también confirma su madre Andrea Niurca Pena cuando cuenta: “De niño ya mostraba ese interés”.

Hernández, Correa y sus tres hijos. Foto: Armando Lucas Correa

Por “la falta de libertad y de futuro” con que se vive en Cuba, Correa tenía claro que sus hijos no nacerían en la Isla. Cuando se exilió en Miami en 1990, era ilegal, y casi impensado, que una pareja gay pudiera tener un hijo. Fue tras su llegada a Nueva York en 1997 para ocupar el puesto de escritor principal de la revista People en Español que Correa supo que podría tener un hijo con su propio ADN. “Llegó a mis manos al año siguiente un artículo de People Weekly sobre un hombre gay que había tenido un hijo con una donante de óvulos y la ayuda de la subrogación. Ahí dije: ‘esta es mi vía’”.

Pasaron siete duros años para que Emma llegara al mundo tras un proceso interrumpido por más de un accidente. Lo primero fue contactar a alguna madre de subrogación que aceptara trabajar con parejas del mismo sexo. “La mayoría no quería. Otras no trabajaban con nadie de más de 35 años, algunas pedían que pertenecieras a una religión específica”, dice Correa.

Luego de un intento fallido supo de Mary Salfiti, una chica californiana que ya tenía una hija y que necesitaba dinero para que alguien la cuidara mientras ella asistía a la escuela de enfermería. Por llevar nueve meses al bebé de otros padres en su vientre a través de la subrogación gestacional en 2005, Salfiti cobró 20 mil dólares. Hoy los pagos rondan los 40 y 50 mil dólares, de acuerdo con varias agencias de fertilidad y los testimonios de otras madres subrogantes.

Correa y Mary. Foto: Armando Lucas Correa

“Yo quería estudiar enfermería, pero por desgracia permití que el padre de mis hijos fuera a la escuela antes que yo. Después de 20 años nos separamos y ahora por fin empezaré en la escuela el próximo semestre”, cuenta Salfiti, quien es consciente de que otras madres subrogantes cobraban más que la tarifa que ella acordó. “El dinero era suficiente para pagar mis facturas. No soy una persona codiciosa, así que me quedé con la tarifa base”.

La donante de óvulos resultó ser una joven de 21 años, de San Francisco, que provenía de una familia emigrante de Europa del Este. Una particularidad entre todas fue la que llamó la atención de Correa: su pasión por la artista cubana Ana Mendieta.

Salfiti trajo al mundo a Emma el lunes 14 de noviembre de 2005 en una sala del hospital Sharp Grossmont, de San Diego, justo a las 4:30 de la tarde, después de un largo proceso que alcanzó la cifra de 125 mil dólares. La niña nació rodeada de sus padres, tíos, tías y la madre de Salfiti, que acompañó a su hija todo el tiempo.

Cuando Correa y Hernández regresaron a casa con su hija en un vuelo de American Airlines, una de las aeromosas les dijo: “¿Cómo alguien pudo abandonar a esa bebé?” En más de una ocasión, cuando la niña lloraba, pasaba un extraño y les decía: “Ay, es que ella extraña a su mamá”, cuenta Correa.

Emma nunca ha manifestado ganas de conocer quién donó el óvulo para que ella naciera. En caso de que en algún momento la quisiera conocer, Correa no dudará en escribirle a la donante para saber si también es su deseo.

Cuando Emma tenía tres años la familia la llevó a Disneyworld. En un momento del recorrido, la niña preguntó quién era su mamá. Todos se quedaron atónitos. “Yo me quedé paralizada”, cuenta Pena. “Pero resulta que Mandy lo explicó de manera magistral”.

Correa y Hernández junto a Emma. Foto: Armando Lucas Correa

Fue el primer momento en que Correa le dijo a su hija que tenía dos papás, y decidió hacerle un pequeño libro repleto de historias y fotos donde le explicaba cómo llegó al mundo, y el cual, por años, hubo que leerle noche por noche, porque decía que era su libro favorito.

Pero existe un libro, el primero de Correa, que Emma no ha leído y que su padre espera ansioso el momento en que lo haga. “En busca de Emma” llegó a las librerías cuatro años después de que naciera la niña, y es una especie de diálogo donde el autor se dirige a su hija y narra la aventura de convertirse en padre, un proceso que Correa sigue recordando como de los más duros de su vida.

“Los problemas se me olvidan, pero fue un proceso terrible, agotador, porque dependes, como dice Tennessee Williams, de la bondad de los extraños. Dependes de un abogado que nunca has visto en tu vida, de una agencia que no sabes si te está diciendo la verdad, de un médico que hizo una transferencia y no sabes si salió bien. Tú tienes que confiar en la bondad de los extraños”.

Aún así, cuando Emma pidió que quería tener un hermanito, Correa buscó nuevamente a Salfiti, y con los óvulos de otra donante, nacieron Anna y Lucas.

No existe nada en la vida de Correa que le llene más que sus hijos. Ni su labor de escritor, ni el éxito de sus libros se comparan con llegar a su casa y verlos. Ahora mismo hay una cosa que Correa disfruta más que nada antes de irse a la cama cada noche: “Que Anna me pida que le haga una trenza. En ese pequeño instante soy demasiado feliz”.